El amante tatuó mi cuerpo
con una precisión de orfebre.
Como es de suponer, ignoraba el efecto
de las huellas dejadas, invisibles
para cualquier mirada.
Incluso para la suya.
Entró a la noche de los encuentros
como un ave de paso.
Picó el alpiste que se le ofrecía.
Bebió la saliva suave, húmeda,
cual licor exquisito. Y partió.
por Luis Ruiz
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