jueves, 17 de junio de 2010

Los aguaceros

Como conozco peores cataclismos, no me espanta la fuerza del viento lanzando granizos contra los cristales de la ventana. La cortina impetuosa del agua no permite adivinar el paisaje, que de tan conocido se hace extraño. Conozco un lugar donde los aguaceros son tan fuertes, que pueden incluso inundar el alma de los humanos.


Recuerdo que a mi madre le gustaba salir a fuera a bañarse cuando llovía. Se entregaba a la lluvia, con un júbilo yo diría casi infantil. Desprejuiciada y alegre. Con un frenesí contagioso. Reía, se transformaba. Puedo creer que la fuerza de la naturaleza influía todas sus energías de mujer. Que al sentirse invadida por la húmedad del agua, experimentaba una sensualidad que la excitaba. Sus carnes agradecían esas caricias revitalizadoras provenientes del espacio inconmensurable, y nadie le podía negar ese placer.


Nos insitaba a secundarla, rodearla, intervenir en el juego que ella misma se inventaba para el disfrute. Imagino que se sentía poseída por el milenario e inequivoco don del deseo, y en momentos así estaba dispuesta a entregarse al marido, o cualquier hombre con la virilidad y fuerza necesarias para complacer los reclamos de una mujer.


Por Luis Ruiz

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