viernes, 30 de abril de 2010

DERROCHÓN Y MAL PAGADOR

El Marx del que nadie habla. Apuntes biográficos.

Por Fernando Díaz Villanueva

El padre del socialismo, el hombre que dedicó su vida a liberar a la clase trabajadora de sus cadenas, el abnegado filósofo y economista, autor del ensayo que más ha influido en la historia de la humanidad, nunca tuvo un empleo. Nunca.

Karl Marx, rebautizado Carlos en España por no se sabe bien qué razones, se pasó la vida pidiendo dinero prestado para no devolverlo jamás. Fue el arquetipo elevado al cubo de lo que él denunciaba: un vago, un caradura, un ser irascible, egoísta y desalmado que vivió, literalmente, a costa de los que le rodearon durante sus 64 años de vida.

Tras el celebre retrato que John Mayall le hizo en Londres allá por 1875, algo se atisba: muestra un hombre con barba muy poblada pero anárquica, medio negra medio cana, que sube por los lados de la cara, tapando las orejas, hasta llegar al pelo, con el que se funde en un amasijo greñoso y descuidado.
Aunque lleva una levita limpia bajo la que esconde la mano, el retratado no parece un sabio, sino un mendigo al que algún alma caritativa, por alguna razón difícil de explicar, ha decidido inmortalizar. Y no, la suya no fué una pose contestataria precursora del perroflautismo contemporáneo: eso de ir hecho un guarro para hacer méritos revolucionarios no se puso de moda hasta 1968; Marx era tal cual: tenía auténtica fobia al aseo personal.

Tanta, que terminaron por salirle purulentos furúnculos por todo el cuerpo: en la cara, en la espalda, en el trasero y hasta en el pene. Se quejaba de ello amargamente en sus cartas, y esperaba-escribió por las mismas fechas en que andaba componiendo la primera parte de El Capital...con el trasero hecho cisco-que la burguesía, mientras existiera, tuviera "motivos" para recordar sus furúnculos.
Su escaso apego por el aseo se juntaba con su desmesurada aficción a la bebida, el tabaco y la vida nocturna. Pasaba las noches en vela discutiendo con unos y con otros para luego, ya de amanecida, recostarse sobre un sofá y dormitar todo el día.

Luego, si estaba de buenas se metía en la biblioteca, donde consultaba libros y periódicos para ir apuntalando la tésis...que ya traía fabricada de casa. Con un estilo de vida semejante, lo último que podía hacer era ganarse el pan honrradamente.
La pregunta que asalta al curioso es cómo él, un simple filósofo alemán exiliado en Londres sin más patrimonio que su pluma y con una familia que mantener, pudo vivir así tantos años. Simple: pidiendo prestado y procurando, a la vez, no atender los vencimientos de pago. Gracias al inmenso archivo epistolar que se conserva, y que ha sido estudiado en infinidad de ocaciones, se calcula que Marx disfrutó de una renta media de unas 200 libras anuales, es decir, tres o cuatro veces lo que ganaban los obreros ingleses, a la sazón los mejor pagados del mundo. Traducido a las circunstancias de nuestro tiempo y lugar, estaríamos hablando de 80 ó 90.000 euros brutos al año. Y todo por no hacer casi nada.

Jamás hubo de enfrentarse al mercado y satisfacer las necesidades de otros mediante el trabajo, que es lo que exige el sistema capitalista. Explotación? Nada: esa es una vaina que aireó Marx tras birlar la idea a Jean-Pierre Proudhon y a Johann Rodbertus. Este último le acusó de plagio, y Engels hubo de acudir en socorro de su amo.

Con éxito: de Marx se sabe mucho y del infelíz de Rodbertus, nada. Su primera fuente de ingresos fué su propia familia, que vivía holgadamente en la ciudad alemana de Tréveris. El padre, Herschel, un competente abogado judío, se había convertido al protestantismo para prosperar en la vida e integrarse en la sociedad prusiana.

La madre, Henrietta Pressburg, era holandesa, hija de un rabino y buena paridora de 8 vástagos, a los que no les faltó de nada. Por esa razón el jóven Karl pudo estudiar en la universidad y convertirse luego en el perfecto ejemplar de revolucionario de salón. Nunca visitó una fábrica, un taller, ni siquiera una imprenta.

En una ocación su amigo Engels, magnate del textil con intereses mercantiles en Inglaterra, le invitó a visitar un telar de algodón, pero él, hecho a las comodidades de la ciudad y a pasar la tarde en la taberna, declinó la invitación. Parece mentira, pero es así: el emancipador del proletariado muy pocas veces vió a un proletario con sus propios ojos.
Durante años, hasta bien entrado en la edad adulta, vivió de sus padres. Recivía un estipendio periódico, que reclamaba ofuscado por carta si no le llegaba a tiempo.

Al morir su padre, en 1838, tomó su parte de la herencia-la respetable cantidad de 6.000 francos de oro-y se la gastó íntegra. Lo mismo haría al fallecer Henrietta, aunque ahí tuvo que conformarse con menos, ya que había ido pidiendo anticipos a la parentela holandesa.
Finiquitada la ubre paterna, y ya de romería política por Europa, se especializó en desvalijar a los amigos y a los militantes con que iba topando por los clubes de exiliados alemanes, de donde procuraba no salir sino lo imprescindible, no fuese a ser que tuviera que aprender un nuevo idioma o integrarse en un país distinto al suyo.

Por lo general, lo que pedía no lo devolvía. Buscaba las excusas más insospechadas para escaquearse; algunas de ellas ciertas, como el argumento de la numerosa prole que trajo al mundo junto a su esposa, Jenny von Westphalen. Económicamente hablando, Jenny tampoco era manca. Hija de un barón prusiano-de ahí el von del apellido-, recivió una generosa dote al casarse y, luego, continuos préstamos de su familia.

Pero los Westphalen se iban muriendo, y la fuente, consecuentemente, secándose...Cuando en casa no había ni para comer ni forma de recurrir a los prestamistas de confianza, los Marx recurrían al mercado crediticio ordinario, es decir, al usurero de la esquina, que siempre han existido porque siempre ha habido manirrotos como el autor de El Capital.

Pero incluso los auténticos prefesionales del riesgo evitaban al matrimonio en los peores momentos de éste. En 1850, el casero les puso en la calle con cuatro niños y todos los muebles, que tuvieron que empeñar para liquidar las cuentas de la carnicería y la panadería. Entonces se acogieron a la beneficiencia. Su pequeño hijo Guido murió aquel invierno de frío siendo un bebé.
A pesar de los contratiempos, Marx no tenía intención de cambiar. "Lleva una vida de intelectual bohemio-se lee un informe redactado por aquellos días por la policía prusiana, que le seguía los pasos-.

Pocas veces se lava, se acicala o se cambia de ropa, y a menudo está borracho. No tiene una hora estipulada para irse a la cama o levantarse por la mañana. A menudo se pasa la noche en vela y al mediodía se tumba en el sofá con la ropa puesta, donde duerme hasta la tarde.
Cuando entras en la habitación de Marx, el humo y las emanaciones del tabaco hacen llorar los ojos...Todo está sucio y cubierto de polvo, y sentarse se convierte en una tarea peligrosa. Un ajoya de hombre.

A Marx le salvó su amistad con el ricacho Engels, al que sangró a modo. Durante cuarenta años, el multimillonario del textil estuvo dando dinero a Marx, al principio como apoyo para que se dedicase a escribir libros y luego, a partir de 1869, ya de modo formal: le hizo beneficiario de una asignación vitalicia.

Teniendo en cuenta que, por aquellas mismas fechas, Engels se había retirado del negocio, asegurándose antes una buena pensión de jubilación, su amigo Marx se convirtió en el rentista de un rentista.

Las dos mentes más preclaras del socialismo, los padres de El Capital, fueron unos rematados rentistas, figura que sólo fué posible en el siglo XIX gracias a la extraordinaria prosperidad que había forjado el capitalismo.

Una paradoja y una verdad ligeramente incómoda...que no todos están dispuestos a reconocer.
LIBERTAD DIGITAL.

Por Luis Ruiz

Exposición de Arte Jóven en Camaguey

Beny More- Vertientes Camaguey



Beny More era el cantante preferido de mi padre. Desde pequeño escuchaba sus canciones, que mi padre hacía sonar en un tocadiscos, un aparato enorme del que se sentía orgulloso, y que había construido junto con su hermano, que a su vez se preciaba de ser un experto con estos asuntos de la técnica.

Mi padre era un hombre extremadamente callado e introvertido, pero cuando escuchaba la música del Beny no se podía contener, recobraba un espíritu fiestero desconocido en él, y sacaba a bailar a mi madre que siempre lo seguía. Mi madre era de las mujeres que sustentaban la teoría de que las esposas deben siempre seguir a sus maridos, sino ellos buscan por allí lo que no encuentran en casa.

Debajo del plato automático del tocadiscos, bien organizados estaban los discos del Beny. Antes de colocarlos debajo de la aguja que los haría sonar, mi padre limpiaba la superficie de vinil con una pieza de gamusa con mucho cuidado. Entonces se sentaba en uno de los balances en la sala, se servía un trago de ron, subía el volumen, y a gozar. Esto sucedía preferentemente los fines de semana o días de fiesta.

No creo haber visto a mi padre disfrutar con otro tipo de música u otro interprete que no fuera Beny More. Era su dios y su inspiración.

Por Luis Ruiz

domingo, 25 de abril de 2010

Boicot a la Dra Hilda Molina en la presentación de su libro en Argentina



Es obvio, el gobierno de la isla está tan excitado y acorralado que hasta en el extranjero moviliza sus contactos secretos para atacar a los disidentes. Se dice (lo cual no es secreto ni excepción) que entre los asistentes estaban los de la Embajada Cubana, que contrariamente a los Señores Embajadores de otros países cultos y civilizados, que son personas de otro nivel cultural y social, los cubanos son parte de esa comparsa arrabalera y vulgar, sin cultura y escasos de valores civiles.

Por Luis Ruiz

Foto-Paisaje


Siempre me ha gustado mirar a través de las ventanas, puedo permanecer largo rato observando todo lo que veo más allá de donde me encuentro. Es como descubrir los secretos del mundo que me rodea y que de otra forma no me serían revelados. Recuerdo que siempre fué así, y luego muchas de esas imágenes me han acompañado a lo largo de mi vida, devolviendome los escenarios que formaron parte de mi entorno. Hasta lo más insulso despierta mi interés, porque el hecho de estar allí, en el espacio óptico que me ofrece la ventana, le devuelve una relevancia especial.

Por Luis Ruiz