Estoy en Barcelona. Después de varios intentos infructuosos puedo comunicarme desde el Café que se encuentra en el patio del Museo de la Ciudad, gracias a la ayuda de un generoso camarero. Desde la Pensión ha sido imposible, aunque todos los huespedes se comunican menos yo. Nada raro, a mí en materia técnica todo me puede pasar, salvo dar pié con bola.
Si tuviera que elegir otra ciudad donde vivir sería ésta. Por eso vuelvo con tanta frecuencia. Por la cercanía del mar, la lengua española, los genes de mis abuelos españoles, o por esa magia inexplicable que nos colgamos de algunos lugares sin saber ciertamente a que se debe. Por la misma razón, que a pesar de haber aprendido a amar a Berlín, no me siento irremediablemente unido a ella.
Ya me acerqué al mar, como hacía allá en la isla para pedirle que me dejara cruzarlo y huir, pero ésta vez para darle las gracias por haberme concedido la gracia. Estar aquí es un privilegio, lo sé, y por eso aprovecho cada minuto de vida para gozarla.
Recién acabo de hacer un paseo por la orilla del pequeño puerto donde anclan los yates y botes, a paso lento, aspirando con fuerza el aire que viene de alta mar. Luego entramos a un pequeño negocio a saludar el dueño que ya conocemos y con el que conversamos en alemán siempre que venimos. Claro, se queja de los resultados nefastos del negocio y el turismo barato que ya no gasta tanto dinero como antes, así como de la preocupación de los españoles por su futuro dado el crece del desempleo y la carestía de la vida. Desandamos el barrio Gótico y llegamos aquí, uno de nuestros lugares preferidos.
Me estoy quedando sin batería, pués ni eso tuve en cuenta. Espero poder seguir comunicándome. Mientras tanto sigo mi camino de andante empedernido por estas calles que ya casi me pertenecen.
Por Luis Ruiz
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