sábado, 23 de enero de 2010

TAN ALTO COMO UN LIRIO



(Este cuento me pareció tan hermoso que decido transcribirlo)

Por Daniel Díaz Mantilla

Damián sonrríe en el espejo abrazado a mi cuello, me mira y sonrríe. La sombra de una arruga se dibuja ya en su frente, casi invisible aún entre sus ojos: un leve surco que enseguida se borra, una anticipación quizás del rostro que algún día tendrá. Damián sonrríe y me abraza con una fuerza que hoy se me antoja mayor.
- Y tú? - pregunta
Yo lavo su cara con una mano. Lo seco con su toallita bordada y hago muecas que él imita en el espejo. Bromeo para él un poco más que de costumbre.
Bromeo para enganarlo, para enganarme a mí mismo, pero no logro borrar la arruga que marca mi frente, ese surco profundo entre mis ojos que hoy es definitivamente mayor.
- Y tú? - Insiste
Yo lo siento sobre la lavadora, lo peino y le unto tras las orejas unas gotas de mi propio perfume. Ya sé que no debería mirarlo ahora de frente, ya sé que debería mentir: eso acordamos su madre y yo, esa fué la condición para que lo trajera ésta última vez. Sin embrago, me agacho ante él y lo miro.
- Yo no puedo ir - le digo.
En silencio, muy serio, espera una explicación que no encuentro. Con sólo cinco anos puede entender tantas cosas, pero cómo decirle que pasará mucho tiempo hasta que nos volvamos a ver? Le echo talco en los pies, le pongo las medias. Cualquier otro día le hubiese hecho cosquillas para verlo reir, siempre lo hice, pero hoy sólo sonrrío como un tonto y lo cargo hasta el cuarto.
Sentado en la cama, Damián me mira recoger despacio sus ropas, sus juguetes, y guardarlos en el bolso. No habla, no deja de mirarme: creo que ha empezado a sospechar la naturaleza de éste viaje. Es definitivo, pienso, como una deportación tanto más absurda cuando sólo se trata de un nino. Cierro los ojos, pienso en cuanto dinero me costará visitarlo, cuantas macabras condiciones que terminan por apresarnos entre un mar y una ley irrecusables, sin que alguien jamás diga por qué.
- Por qué? - pregunta Damián sin preguntar, sentado en el borde de la cama, mudo, mientras le abrocho las sandalias.
Afuera suena el claxon de un auto, luego la verja del jardín, el timbre de la puerta. Voy a abrir.
- Ya está listo el nino? - pregunta Mara en el umbral.
- Entra - le digo y hago espacio para ella.
- Sólo trae al nino - responde con voz seca.Espero en el carro.
Vuelvo adentro. Termino de recoger, me echo el bolso al hombro y tomo a Damián de la mano. Absurdamente, la mía parece más grande y firme hoy, como protectora. Él se levanta y camina conmigo hasta la sala.
Abro la puerta y la habitación se llena de luz. Damián se abraza a mi pierna. Lo siento sollozar: sé que hay mil preguntas y reproches atorados en su garganta, sin salir, pero no puedo agacharme ahora a consolarlo.
- Tienes que ser fuerte - murmuro y acaricio su espalda - tienes que ser fuerte - repito, no sé si para convencerlo a él o a mí mismo.
El claxon vuelve a sonar. Salimos al jardín. Hay un brillo distinto ésta manana en cada objeto, creo, o son mis ojos que ven desde una perspectiva rara. No sé. Damián es ya tan alto como esos lirios que florecen en los canteros. Costó mucho traerlo hasta aquí, verlo crecer, y ahora de pronto todo empieza a perder sentido.
Abro la verja. Mara toma el bolso, agarra al nino de la mano y me besa. No acabo de entender por qué me besa. Sólo sé que la próxima vez que tenga las manos de mi hijo entre las mías ya no serán tan pequenas. Quizás para entonces ni siquiera me entienda.

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