jueves, 27 de mayo de 2010

LA MUERTE DE LAS AVES

De la reciente hecatombe de las aves existen dos versiones: una, la del suicidio en masa; la otra, la súbita rarificación de la atmósfera.
La primera versión es insostenible. Que todas las aves -del cóndor al colibrí- levantaran el vuelo -con las consiguientes diferencias de altura-, a la misma hora -las doce meridiano-, deja ver dos cosas; o bien obedecieron a una intimación, o bien tomaron el acuerdo de cernirse en los aires para precipitarse en tierra. La lógica más elemental nos advierte que no está en poder del hombre obrar tal intimación; en cuanto a las aves, dotarlas de razón es todo un desafío de la razón. La segunda versión tendrá que ser desechada. De haber estado rarificada la atmósfera, habrían muerto sólo las aves que volaban en ese momento.
Todavía hay una tercera versión, pero tan falaz, que no resiste el análisis; una epizootia, de origen desconocido, las habría hecho más pesadas que el aire.
Toda versión es inefable, y todo hecho es tangible. En el escoliasta hay un eterno aspirante a demiurgo. Su soberbia es castigada con la tautología. El único modo de escapar al hecho ineluctable de la muerte en masa de las aves, sería imaginar que hemos presenciado la hecatombe durante un sueño. Pero no nos sería dable interpretarlo, puesto que no sería un sueño verdadero.
Sólo nos queda el hecho consumado. Con nuestros ojos las miramos muertas sobre la tierra. Más que el terror que nos procura la hecatombe, nos llena de pavor la imposibilidad de hallar una explicación a tan monstruoso hecho. Nuestros pies se enrredan entre el abatido plumaje de tantos millones de aves. De pronto, todas ellas, como en un crepitar de llamas, levantan el vuelo. La ficción del escritor, al borrar el hecho, les devuelve la vida. Y sólo con la muerte de la literatura, volverán a caer abatidas en tierra.

1978

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