viernes, 25 de septiembre de 2009

A la sombra del profeta

Como Almustafa, el elegido y bien amado, el que era un amanecer en su propio día, me subí sobre el muro de la ciudad, y miré al mar.

Fué mi tristeza la que voló sobre el oceano. Sin cerrar los ojos oraba.

Ningún barco surcaba las aguas, pero no me extranó. Vivía en una isla aislada, separada del mundo por las eternas tormentas que la azotaban. Comprendí que no podría partir en paz y sin penas. Más tenía que abandonar la ciudad, con o sin heridas en el alma. Como a Almustafa me llamaba el mar invitandome a embarcarme. No podía quedarme, ser limitado por un molde. Me marcharía sólo, tal véz para siempre, con la angustia de dejarlo todo, sin poder llevarme nada; sólo mi espíritu. Sí, estaba dispuesto a partir. Lo sabía el inmenso mar. Y ahora estoy aquí, en ésta habitación, ésta noche de septiembre, ensartando palabras como cuentas de un collar de perlas rescatadas de las profundidades de ese inmenso mar. Leyendo El Profeta.

"No dejes que las olas del mar nos separen ahora, ni que los anos que pasaste aquí se conviertan en un recuerdo"

Nadie dijo eso, nadie me retuvo. Yo no era un profeta, aunque también largamente hubiera oteado las distancias buscando un barco. Pero tenía que irme, nadie podía detenerme. No podía hacer otra cosa que embarcarme, con el mismo sentimiento de aquello que se agita en las almas de los que dejaba atrás.

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