viernes, 5 de marzo de 2010

Amanecer

Al mirar por la ventana observo los tejados y el jardín cubiertos por una fina capa muy blanca. Ha vuelto a nevar. El brillo y la blancura de esa superficie me obligan a cruzar los brazos sobre el pecho, como si intentara protegerme de algo. Este invierno no tiene fín, digo en voz alta en señal de protesta. Aunque es lo que más deseo no puedo regresar a la cama y ocultarme debajo de las mantas. Comprendo que no vale la pena supeditarse a los efectos del tiempo. En otros lugares la tierra tiembla, la gente muere, las madres pierden sus hijos, los niños quedan huerfanos, el mar enfurecido se lanza contra tierra firme y arrasa todo lo que encuentra a su paso, estallan bombas, el odio y la soberbia de los poderosos se ensaña con los hombres y mujeres que aman y luchan por la paz, las enfermedades se seban en el cuerpo sano, pletórico de vida, condenándolo a la muerte.
Voy directo al baño, me lavo la cara con abundante agua fresca. Soñar con mi padre no es una mala visión, pero me siento confundido. Quizás porque aquella tarde de agosto de 1994 fué el último adiós y el último beso que pude darle. El espejo me devuelve la imágen de un rostro cansado, que ni diez capas de crema anti-eging pueden liberar de su estado. Sé que si me lo propongo puedo rescatar el sol de entre ese tumulto de nubes grises.

Por Luis Ruiz

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