lunes, 11 de julio de 2011

El color del verano.

Aquí el verano no es como el invierno, o la primavera. En invierno es frío siempre está allí, de la mañana a la noche, y así cada día. No se va. Arrecia. Y uno se pregunta: Hasta cuando? Ni que decir de los grises. Bajan desde el más allá, y te aplastan. Como las botas de los dictadores.
Lo recuerdo: Yo soñaba con la nieve. Pero ya se sabe, los cuentos y las postales son otra cosa. Es que "allá" el verano era (es) tan agobiante. Había que tener siempre las vantanas y las puertas abiertas. De par en par. Lo que sin duda era un riesgo. Las casas parecían iglesias abiertas adonde entraba todo el mundo. Los amigos, y los indeseados. Sin tocar ni pedir permiso. Costumbre apocalíptica que nunca me gustó. Por eso (y otras cosas) yo era un raro. Un individualista. Un ser sin condición. Un amanerado. Aunque el amaneramiento no tuviera nada que ver con la privacidad. Pero una cosa conllevaba a la otra. Como una cadena a la que te atan y no te sueltan.
Cualquier cosa por huir del calor. Y de otros monstruos.
Aquí el verano dura dos días, al tercero hace frío. Como un cachumbambé. El sol sale y se esconde en un juego interminable. Los fantasmas que acechan son otros; se puede luchar contra ellos. No hay por qué escapar.


Por Luis Ruiz.

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