martes, 29 de septiembre de 2009



(CONTINUACIÓN)

Todos sabemos que existen personas más o menos magnéticas. Unas atraen, otras repelen. Teleny poseía, al menos para mí, una especie de fluído mesmérico en los dedos. Su simple contacto me hacía desmayarme. Mi mano siguió con alguna vacilación el ejemplo de la suya, y debo confesar que el placer que sentí al manipular su verga era delicioso.
Nada más rozar los dedos nuestros penes, la tensión exseciva de nuestros nervios, el grado de nuestra excitación y el atasco de nuestros conductos seminales los hizo desbordarse. Por un instante, de mí se apoderó un dolor violento en la raíz de la verga, o mejor dicho en el interior de los rinones: luego la savia de vida empezó a fluir despacio, de las glándulas seminales; subió a la vulva de la uretra, a lo largo de la estrecha columna, como el mercurio en el tubo del termómetro, o como la lava en fusión por el cráter de un volcán. Alcanzó la cumbre, se abrió la rendija, los pequenos labios se separaron, y la crema viscosa brotó no en un chorro violento, sino a sacudidas, en gruesas lágrimas ardientes. Con cada gota que se escapaba, una sensación indescriptible e insostenible se producía en la punta de los dedos, en la extremidad de los pies, en las células más profundas de mi cerebro; la médula de la espina dorsal y la de los huesos parecía licuarse; y cuando éstas distintas corrientes, las de la sangre y las de las fibras nerviosas, se encontraron en el falo, instrumento de músculos y arterias, se produjo un choque terrible, una convulsión que aniquilaba a un tiempo el espíritu y la materia; goce que todos han sentido con mayor o menor violencia, y a veces con tal violencia que deja de ser un placer. Apretados el uno contra el otro, no podíamos hacer otra cosa que tratar de ahogar nuestros suspiros mientras escapaban las gotas del esperma.

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